El primer coche familiar fue un Ford Fiesta L
(modelo barato) de color…. bueno, lo del color lo dejamos para otro día, un
marrón de difícil concreción. Hablamos de principios de los 80. ¿Esas miradas
asesinas? Las perdonaré porque tengo que seguir con mis disquisiciones. Mi
padre no era un conductor excesivamente ducho (experto), con decirles que le
pegó un piño nada más sacarlo del concesionario se lo digo todo. El pobre
vehículo acumuló a lo largo de su dilatada historia (murió en un desguace con
veinte años de servicio) un gran cantidad de rascadas. La actitud de mi padre
siempre fue la misma, arreglarlas dentro de sus posibilidades (si hubiese
tenido que pisar el chapista nos hubiésemos arruinado). Un lijado suave de la
zona afectada y un rociado con un spray de un color semejante. Estéticamente
quedaba como el culo, el parche saltaba a la vista, pero mi padre (que no ganó
el Nobel de milagro porque teorías no le faltaban al hombre) estaba llevando a
la práctica las enseñanzas de los criminalistas Wilson y Kelling
(contemporáneos a sus reparaciones) que quedaron reflejadas en su artículo
Ventanas rotas (Broken Windows) publicado en The Atlantic Monthly en 1982.
Consideren un edificio con una ventana rota. Si la
ventana no se repara, los vándalos tenderán a romper unas cuantas
ventanas más. Finalmente, quizás hasta irrumpan en el edificio, y si está
abandonado, es posible que sea ocupado por ellos o que prendan fuegos adentro.
O consideren una acera o banqueta. Se acumula algo de basura. Pronto, más basura se va acumulando. Eventualmente, la gente comienza a dejar bolsas de basura de restaurantes de comida rápida o a asaltar coches.
O consideren una acera o banqueta. Se acumula algo de basura. Pronto, más basura se va acumulando. Eventualmente, la gente comienza a dejar bolsas de basura de restaurantes de comida rápida o a asaltar coches.
Mi padre fue más
allá. Cuando conseguí pilotar el Ford Fiesta me taladraba la oreja para que no
me olvidase nunca de colocar la barra antirrobo que inmovilizaba el embrague y
el volante. No solo temía que le robasen el coche (por el valor, algo
improbable), el mensaje que lanzaba a todo el que se acercase al mítico Ford
Fiesta era claro. Tenía dueño y al dueño le importaba su destino.
La situación de
la educación me preocupa. Me encuentro en los cursos superiores de la ESO con
vehículos (metáfora de alumnos) con innumerables rayadas, con todos los vidrios
rotos, con el motor gripado. Sus reacciones son extemporáneas y encontrar
viabilidad a su mal comportamiento y a su nulo interés es cuestión titánica.
Tal vez si en su momento se hubiera atenuado los actos vandálicos (lija y
spray) ahora podrían encontrar un comprador pero me temo (y no me llamen ni
agorero ni destructivo ni otras lindezas que quieren apartarme de los análisis
sensatos) que algunos de ellos tienen reservada plaza en el desguace antes de
tiempo. Extrapolen la teoría de los cristales rotos al resto de la sociedad y
serán conscientes que la crisis no es una cuestión de economía, sino de celo (cariño, empeño) que también es una de los principales teoremas de mi filósofo
(con las letras justas) padre.
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