dilluns, 6 d’octubre del 2014

DEL MIEDO A LOS PADRES AL MIEDO A LOS HIJOS



El sorprendente desplazamiento del miedo en el ámbito familiar se lo escuché por primera vez  al juez de menores de Granada Emilio Calatayud. Recomiendo visionar el diálogo mantenido con José Antonio Marina en la Biblioteca La Central de Córdoba. 
En mi infancia los que levantaban la mano y daban los guantazos eran los padres, era algo aceptado (en mi caso no se produjo). Ni bajo los efectos del mayor de los delirios hubiese podido imaginar que treinta años después serían los adolescentes los que cascarían a sus padres. Cuesta todavía aceptar los derroteros que ha cogido el proceso, nuestro cerebro mamífero sigue creyendo que un hijo respeta a los que le dieron la vida, honrarás a tu padre y a tu madre que reza uno de los mandamientos de la ley de Dios, incluso los ateos pueden acogerse al artículo 135 del código civil: Los hijos deben obedecer a sus padres mientras permanezcan bajo su potestad y respetarles siempre. Contribuir equitativamente, según sus posibilidades, al levantamiento de las cargas de la familia mientras convivan con ella.
La sociedad, como en otros temas espinosos, suele impermeabilizarse con la tela asfáltica de considerarlo un fenómeno marginal para poder evitar reflexiones incómodas. Algo habrán hecho mal los padres que reciben la violencia de los menores. Así descansa la consciencia, tirando balones fuera. Pero es que ha llegado un punto en que son indisimulables los efectos del cambio de miedo, 5000 denuncias (un 17% de los delitos de menores) no se pueden esconder debajo del felpudo.  


El juez Calatayud y  José Antonio Marina coincidían en que el miedo no es una forma de educación. Obedecer al golpe de garrote era propio de una sociedad dictatorial donde era consentido pegar a los niños pero también a las mujeres y a los disidentes. El juez Calatayud y Marina también coincidían en que a esta situación de tiranía infantil y juvenil (con la crisis este concepto se alarga como un chicle) no se ha llegado por casualidad. Y no es fruto de la mala praxis de un reducido grupo de padres blandengues, es una lacra que hace emerger preguntas incómodas. La primera y fundamental. ¿Para qué tengo hijos?
Emma Jenner resume en cinco pecados los problemas de crianza actual, yo no le quito ni un punto ni una coma: 1) Tenemos miedo a nuestros hijos 2) Hemos bajado el listón 3) Hemos perdido las costumbres del pueblo 4) Confiamos demasiado en los atajos  5) Los padres ponen las necesidades de sus hijos por encima de las suyas.  
Los adolescentes (y algunos renacuajos) de hoy en día dan miedo, se lo digo por experiencia personal y con profundo conocimiento de causa. No se fíen de su presencia angelical y de sus ricitos de oro. No se dejen llevar por sus lágrimas de cocodrilo o de expresiones desvalidas de abatimiento. Detrás puede haber una mano dispuesta a empujarles para que caigan por el barranco. ¡No, Jordi, no, mi hijo no! Ustedes mismos, 5000 gañanes lo hicieron en el 2013. Y otros 5000 en el 2012. Y la cosa no se reduce. Igual que en el caso de la violencia doméstica, nadie piensa que el amable vecino del tercero pueda ser un maltratador hasta que sale en el telediario y reconocen su rostro. Mucho menos considerar que ése que está espanzurrado en la habitación que ustedes le amueblaron con sumo gusto les pueda tirar el globo terráqueo por la cabeza cuando contaríen sus deseos.
Muchos muchachotes han conocido antes la palabra denuncia que la palabra responsabilidad. Entienden la  mentira como un juego de inteligencia y como no pagan por sus errores (siempre está un papá o una mamá para sacarlos de cualquier atolladero) desconocen los límites. Un menor (con todos los derechos y sin deberes), con capacidad ilimitada de mentir y con mala leche es capaz de llevarse por delante al más pintado.
Los expertos hablan de que un 7% de las familias españolas  pueden estar padeciendo malos tratos de adolescentes (de palabra o de obra). No es un fenómeno de clases marginales y pueden llevar cinco o seis años de calvario hasta decidirse por una solución drástica que puede acabar en condena. Lo llaman la patología del amor. Qué antítesis más peligrosa.

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