dimarts, 18 de novembre del 2014

LAS BUENAS OBRAS



El azúcar reduce la acidez. La bondad se abraza al sentido crítico como un púgil que perdidas las fuerzas necesita que suene la campana para que no se descubran sus carencias. A nadie le gusta el sambenito de crudo, desalmado, duro. Durante gran parte de mi vida me he dejado convencer por el buenismo interior (el peor) y el exterior. Y eso te lo calan los enemigos y te hacen un siete. Por lo tanto me he propuesto (uno ya tiene una edad) mantener a raya a mi mas perversa naturaleza bondadosa y erradicar el barniz moral que amenaza mis aledaños. 
Bueno o malo, quién lo sabe, en la mayoría de los casos faltan datos. El bondadoso que tengo enfrente es un cabronazo que maltrata a su mujer, la santurrona de modales exquisitos que recita la Biblia esconde maldades inconfesables. Nadie en general y todo el mundo en concreto. La moral no es tan facilona como se dictamina en cada café de media mañana o en la cola del pan o en las barras de los bares afectados por unos grados de más o en la puerta del colegio donde se arreglan las vidas de los demás. 

El domingo nos agenciamos mi cómplice y yo un Zweig (24 horas en la vida de una mujer), una Montero (La ridícula idea de no volver a verte), un Leguineche (Yo pondré la guerra), una Rivière (Serrat y su época) y un Fernan-Gómez (Desde la última fila) por la módica cantidad de 15 euros. Sucedió en un puesto del mercado de mi pueblo coyuntural. Es obvio que el saber profundo cotiza a la baja, menos que una cerveza y unas patatas fritas. El vendedor de libros me advirtió al devolverme el cambio que hacía una buena obra con la compra.

-          -Me da igual.
-          -¿Cómo?- preguntó cambiando el semblante.
-          -Yo he comprado libros, nada más.
-          -Lo que usted me ha entregado por ellos va a una residencia de niños con problemas mentales.
-          -Pues muy bien.

El brillo de sus ojos quiso petrificarme pero no pudo. No soportó que me importase un pimiento su salvación eterna. Muy poquito se podrá hacer por esos desvalidos niños con problemas con lo que saque el presunto samaritano de unos libros amarillentos que desdeña esta sociedad evolucionada que gasta a raudales en videojuegos o series de tele. Insensible, lo oigo, lo gritan desde la última fila y viene hacia mí a velocidad de crucero, todavía tengo algo de tiempo para acabar la reflexión. 
Estoy harto de que se confundan churras con merinas, que los bancos sean tan solícitos para cobrar comisiones en las telemaratones, que la Santa Madre (y Pederasta) Iglesia se haya apropiado de los comedores sociales mientras tiene propiedades para parar un carro y sus obispos tengan unas tripas llenas de aire, que mis impuestos y la justicia social se vayan por el agujero del water que conecta con el bolsillo de los bandidos con corbata. Estoy harto de que los pobres se conformen con las migajas que les dan otros pobres que se lo han quitado de comer para creerse buenos y lo que es más escandaloso, que celebremos esa ceremonia de la humillación mientras les reímos la gracia a los autores materiales de tan lúgubre lienzo. 
Perdonen la nota discordante pero no me sumo a la melodía que subirá de tono en los albores de la Navidad. Bailen al son de una solidaridad podrida y trucada pero conmigo no cuenten, yo solo compro libros muy baratos y muy útiles.
   

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