Es una frase tabú. Cuando te la pronuncia un
superior jerárquico ya estás apañado. La sentencia se desdobla en otra. Los
alumnos se han quejado. Una flecha empieza a dispararse contra ti que eres una
diana del tamaño de un mamut. No importa tus años de ejercicio, tu destreza
profesional, tus conocimientos académicos, tu bonhomía o tu talante personal. La
frase sigue desdoblándose, si los padres se han quejado y los alumnos se han
quejado, algo pasa. Inmediatamente te sitúas en posición indefensa porque por
el carril de la derecha aparece una primera sospecha inquietante de la que te
tienes que defender sin acusación escrita. En la mayoría de los casos en la
base de la reclamación subyace algo ancestral: los alumnos les
gusta currar poquito y cuando se estira la cuerda se soliviantan. Hasta ahí
el juego de estira y afloja propio entre un alumno y su profesor. Pero los
alumnos de hoy en día son muy conscientes del cetro que tienen en la mano. Una
versión sesgada (hablo más de falacias que de mentiras) e interesada (se erigen
en juez y parte) de los sucesos les puede ofrecer la cobertura suficiente para
seguir hibernando en sus pupitres. Hasta aquí cosas que han pasado toda la vida
y que se circunscriben a la relación entre instigador a trabajar y adolescente
perezoso.
La situación adquiere gravedad cuando los padres
(adultos no lo olvidemos), dan crédito a su hijo (of course, si tiene el
cetro) e inmediatamente reaccionan (sin disponer de toda la información, sin
deliberar los pros y los contras de su acción) y se presentan ante el superior
jerárquico con la sentencia dictada y preparados para el combate contra el
profe. El alumno se frota las manos. Éxito. La proliferación de esta práctica
marcará una nueva era educativa.
Depende de la responsabilidad del superior
jerárquico, de la agresividad y constancia de los padres (pueden seguir
trepando por el organigrama de la institución educativa) y de la conciencia del
alumno (la manada se adhiere a las reivindicaciones para sacar tajada) la cosa
puede ir más o menos lejos.
El proceso educativo está adulterado y se ha
convertido en un juego perverso que acabará legitimando los contravalores.
Luego nos exclamaremos y nos daremos golpes en el pecho implorando por el
fenecimiento de la cultura del esfuerzo. Hipocresía colectiva.
Quiero hacer una necesaria aclaración, obviamente
hay casos de fragrante mala praxis docente pero puedo afirmar después de tantos años
dando clase (y no me guía corporativismo alguno) que son de una proporción
minúscula (nuestro oficio es cara al cliente y las cagadas son muy visibles).
Las raíces del problema (que yo sospechaba) las
encuentro reflejadas en un magnífico artículo de Eva Millet en La Vanguardia.
Los padres han dejado de ser padres para ser helicópteros o apisonadoras
(no digo cuando la metáfora es aplicable a los profes que no pueden separse de
su condición paterna/materna cuando entran en las aulas). Padres que están todo
el día sobrevolando a sus hijos para evitarles cualquier problema (acrecentando
a mansalva sus miedos y su invalidez) o
padres que allanan el camino sin contar que el fracaso es un factor altamente
educativo e inevitable en la vida de cualquier persona. O sea, y perdonen el
exabrupto, están deshumanizando a sus propios hijos para no tener que padecer
sus feroces envestidas de tiranos profesionales.
En todo este proceso yo he decidido resistir, siempre me guió La lengua de las mariposas y ese Fernán-Gómez abatido por aquellos a quien quiso educar.
Mi profesionalidad y el respeto que les debo a los alumnos que me toca lidiar me obligan a no bajar la barrera
de los límites y fomentar su endeblez en la vida. Yo no. A pesar del asedio de
los padres helicópteros o apisonadora cegados porque el niño no abra la boca
y les afrente. Por encima de superiores jerárquicos que con su actitud servilista
se han convertido en cómplices en lugar de diques necesarios para ofrecer una
educación de calidad (y pública) que nada tiene que ver con ponerse camisetas o
con incrementar los presupuestos.
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