Para mí Joaquín Sabina es un Maestro con
mayúsculas. Sus enemigos y los míos intentan descalificarlo con su pasión por
la tauromaquia o los conciertos que dio con el Nano en Israel o con cualquier
extemporánea declaración sobre política o sobre cualquier convención social. ¿Qué tipo de Maestro puede ser el que no provoca? Decía María Teresa Campos
en su programa de ayer (¿eso ves, Jordi? Sí, ¿pasa algo?) que Sabina
habla como Sabina, no como una persona normal, y así hay que
interpretarlo. Un Maestro no es perfecto,
no está exento de vicios o incoherencias, un Maestro es tan solo (y tan
tanto) alguien de quien se puede aprender.
Bien saben sus enemigos y los míos del fulgor de la cabeza y del corazón de Joaquín, lo afilada que puede
ser su pluma y su cazallosa voz de canalla. Aconsejable sería por el
bien del palurdismo generalizado quitárselo de en medio y seguir adoctrinando en el
atontamiento global. No pueden soportar que llene pabellones en una hora o que
haya locuelos como yo que le profesan eterna veneración. Por eso, cuando atisban algo que pudiera semejarse a un
resbalón (para mí la grandeza de la fragilidad) se abalanzan sobre él para despedazarlo. Esto viene a cuento por lo sucedido en la noche del sábado en
Madrid.
Apuntaba el Maestro Iñaki (su hermano Ángel
también lo es para mí) Gabilondo en excelsa conversación con el Coletas en la Tuerka (altamente recomensable) que uno de los males que nos pesa como una losa para superar la crisis es la riqueza súbita vivida en la última década. Recordaba que hasta el 2000 todos éramos humildes, un
poquito de bonanza por aquí, un par de años de respiro por allá, pero nadie
(hablo de clase medias para arriba y para abajo) sacaba demasiado pecho porque
sabía que las vacas flacas estaban a la vuelta de la esquina. Llegó la prosperidad
de la burbuja y nos convirtió en unos prepotentes de tomo y lomo. Y ahora
bajarse del pedestal ficticio nos cuesta fatigas y disgustos. El barniz de nuevos ricos
no se nos borra y nos condiciona para arremangarnos y empezar a remar en
pos de una orilla sólida. Remolones que diría mi madre.
Hubo un tiempo en que los Maestros eran los
Maestros. No me entere yo que tiene alguna queja de ti el Maestro. Los que diga el Maestro va a misa. Buenos días, señor
Maestro. No soy partidario de los dogmas pero sí de la disciplina. Es difícil seguir los consejos de los buenos Maestros, son exigentes, nada de esa complacencia y ese buenismo que fomenta la debilidad. Quien
lo dude que se meta a fondo en las letras del Maestro Sabina a ver si consigue
salir ileso. La burbuja de riqueza efímera vino apareada de una insolencia que no
respeta ni experiencia ni conocimientos ni nada que no sea lo suficiente
banal para asimilarse en un minuto.
Hace unos días me vi atosigado por una marabunta
de alumnos de doce años descontentos con mis métodos de enseñanza. Presentaron
queja por escrito a la dirección del centro y me vi obligado a explicarme y a
defender mi profesionalidad. Veintipico años de ejercicio docente en la picota
por culpa de unos pipiolos tan llenos de exigencias como vacíos de esfuerzo. La
cosa llegó incluso al Inspector que amablemente (interpreten como quieran el
adverbio) se preocupó por el asunto. Dice el refrán que la duda ofende. Ya
comprendí que era la intención de los querellantes y de los que la admitieron a
trámite. Poner en cuestión, sospechar, censurar, intimidar. Los mediocres
quieren a todo el mundo transite por debajo de su raquítico listón. Entiendo que esta
sociedad prefiere las canciones de Kiko Rivera a las del Maestro Joaquín que
pudieran algún día estallar en sus morros y obligar a cambios estructurales en
la forma de vivir.
Resumiendo (salmo sagrado del Maestro), sabes
dónde estoy, resumiendo, si me llamas voy, resumiendo, no me hagas hablar.
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