Los ojos de los supervivientes de Auschwitz,
setenta años después de la liberación del horror, claman para que no se olvide
lo sucedido. La memoria del holocausto no es un arma suficiente para evitar que
se vuelva repetir, ni siquiera para que los parientes de los que lo sufrieron
no sean ahora verdugos de otros más débiles. El sufrimiento, el rastro que deja
el mal, sigue preñando el universo de este a oeste y de norte a sur. Los buenos
deseos, el supuesto bien, es el alimento más vitamínico que conoce el mal. ¿Y
entonces? ¿Cruzarse de brazos? ¿Aceptar el triunfo de la maldad? ¡Ni mucho
menos! El problema son las armas y el conocimiento del enemigo. La aparente banalidad
del mal (Hannah Arendt) tira a la basura mucha de la filosofía anterior.
Nunca encontré unas páginas tan fructíferas y tan
lúcidas como las escritas por la filósofa italiana Annarosa Buttarelli en el libro colectivo La mágica fuerza de lo negativo. Sabemos que el mal
defeca sufrimiento pero es necesario saber de qué se alimenta. El mal necesita al bien externo y al placer
interno para poder seguir existiendo. Hay que matarlo de inanición, negarle
el alimento para que sufra su propio exterminio y el placer interno se
convierta en sufrimiento destructor. En palabras de la filósofa: el mal es capaz de destruirse a sí mismo,
si no se le ofrece otra cosa que sí mismo.
El mal provoca muerte en vida, mata la existencia,
piensen por ejemplo en la violencia de género, esas mujeres que dejan de vivir
porque al toparse con un monstruo que las ha dejado de querer (por muchos que
vomite lo contrario cuando se enfrenta a las responsabilidad de sus hechos),
consumen su vida sin vivirla. Muchas desean la muerte de su verdugo y cuando se
topan con ese sentimiento se hunden más en el lodazal, el bien que habita en
ellas sirve de alimento indirecto para que su maltratador siga teniendo
ventaja. A veces solo es cuestión de virar correctamente el flujo de
intenciones. Buttarelli habla de maldecir, de lo que ella llama una política
pasiva de actuar (propiamente femenina) que puede ofrecer dos líneas para que
el mal se encamine a su exterminio: a) condenar (aunque solo sea de palabra) a
que el que hace el mal, se someta al
cumplimiento del mal dentro de él. b) una
forma de profecía, una apuesta sobre el futuro. ¿Recuerdan cuando nuestra
madre nos amenazaba con que si no estudiábamos acabaríamos ejerciendo de
basureros? Años después muchos hijos recordaron las sentencias (que en su
momento parecía solo estertores de insatisfacción) para reconocer la lógica que
se escondía detrás de ellas. La lógica del hacer mal las cosas.
Buttarelli se centra en dos estrategias más para
combatir lo negativo. La primera es la oración verdadera (superen los traumas
de colegio de curas, yo lo hice), despojada de toda utilidad moral, teñida de
la misma pasividad del maldecir, una certificación de la muerte que escapa al
poder del mal, Una oración al estilo
ancestral, que ayuda a la evasión de uno mismo (y de las circunstancias de
sufrimiento) para fluir en un río mucho más amplio.
El mal no acepta preguntas, ese es el último paso.
¿Por qué me haces esto? La pregunta
incita al mal a extenderse porque trata de despertar el sentimiento de culpa,
rabia y da estatuto a la víctima para ser tal para siempre, porque dice que la
víctima está dispuesta a redimir, porque establece el reconocimiento de una
dependencia infernal. La pasividad de no conocer es el mejor cuchillo para
rajar el muro monolítico del mal. Butarelli, acaba su obra de arte, con un
consejo brutal: NO PREGUNTAR E IRSE.
Dejen de invocar a la memoria de lo sufrido, de
apelar a la educación como fin de lo negativo, de buscar en los raquíticos
presupuestos del bien para combatir contra un negativo que solo acepta
devorarse a sí mismo.
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